jueves, 23 de junio de 2011
CUENTOS DE MÁRMOL de Norma Mainero y Juan Carlos Colombo
PRÓLOGO
Cuando usted, lector, vaya leyendo estos Cuentos de Mármol, originales y bien construidos, naturales, fantásticos y sorpresivos que nos ofrecen Norma E. Mainero y Juan Carlos Colombo llegarán a hacer una asociación entre el título y ese frío mineral que surge de las canteras del San Luis argentino y del itálico Carrara, ignorantes de este juego que nos plantean con el título. Es que Norma y Juan Carlos son vecinos de nuestro hermoso y cálido pueblo de José Mármol, crecido a esta pampa bonaerense al ritmo del pitido de las locomotoras a vapor, desde donde abordan un tema que fascinó, y lo sigue haciendo, a la humanidad toda desde sus orígenes.
Pero Grullo diría que todo lo que vive muere, y algún filósofo de café agregaría que cada día morimos un poco. Lo cierto es que la muerte fue el camino, el primer idioma con que los Hombres se comunicaron con los dioses, y es a través de la muerte que hoy, aunque de manera simbólica, muchos lo hacen. Aquella sacerdotisa que en Creta, alrededor del año 1900 a/c, sacrificaba al Toro Viejo del Año esperando el nacimiento del Ternero del Año Nuevo, imploraba a los dioses a través de esa muerte sacrificial; hoy, son la hostia y el vino, la ofrenda. Y aquella sangre, y este vino, están indisolublemente asociados a la vida, y su derramamiento, a la muerte.
En la literatura la muerte es omnipresente; se la encuentra en la princesa de La Cenicienta, que nace para morir a la medianoche, en las espadas de Alejandro Dumas y de Salgari, en ese viejo de Hemingway que lucha en el mar y en el Muraña borgeano. Expresa o tácita, con la sangre manifiesta de La Gallina Degollada de Quiroga o en el mito de Zeus, asumiéndose como Jefe de las Parcas con la prerrogativa de medir la vida de los hombres.
De las Parcas, que fueron tres, la modernidad muestra sólo a una, Átropos, la que corta el hilo de la vida, la de la guadaña. Aunque las Parcas visten de blanco por ser un mito lunar, ha llegado a nosotros ennegrecida y calaverosa, tenebrosa. Debe ser porque el hombre vislumbra a la muerte como algo terrorífico. Ese cambio de estado enfrenta a la humanidad, acostumbrada a lo tangible, con lo desconocido. No hay posibilidad de decir qué es, de la misma manera en que podemos hacerlo con un objeto, porque, disculpen esta expresión, no podemos vivirla, que es la manera de conocerla para contarlo. Sólo podemos imaginarlo. Los espíritus incapaces de soportar las dudas existenciales se aventuraron a explorar las posibles respuestas y se lanzaron a dar explicaciones, meras intuiciones o deducciones teóricas que son apenas un alivio para los conservadores a quienes asustan los cambios y se consuelan con la posibilidad de otra vida posterior. En estos cuentos crueles que nos brindan Norma y Juan Carlos, las muertes siempre lo son, hay un mensaje, no son muertes vanas, muertes porque sí, como las de la crónica diaria (perdón Nalé). Hasta es oportuna la llegada de este libro, en el contexto social que vivimos.
El poeta senegalés Birago Diop, citado por Hilda Grand Ruiz, escribe:
Los que están muertos no están lejos...
Los muertos no están bajo tierra:
Están en el incendio que se calma,
Están en las yerbas que lloran,
Están en las rocas que berrean,
Están en el bosque, en el hogar;
Los muertos no están muertos.
Esta concepción sencilla y naturalista nos hace pensar que la muerte es el instrumento para hacernos regresar y permanecer en un Cosmos que se regenera a sí mismo, sin abandonarnos en paraísos o avernos sin domicilio postal. En estos cuentos, la muerte es la herramienta que usan con maestría los autores para acelerar el drama y generar lo que Horacio Quiroga llamaba el rash final. Los autores son sacerdote y sacerdotisa ante el ritual de la ofrenda sacrificial, y nosotros, lectores, los beneficiarios de ese don de los dioses que es la lectura literaria.
Ricardo R. Resio
Adrogué, 9 de febrero de 2011
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Lorna Steen - Norma Mainero
Lorna Steen se levantó temprano.
No podía dormir. No podía hacerse a la idea de la falta.
Estaba sola, definitivamente sola, y tenía que acostumbrarse a esa nueva realidad que la aplastaba.
Sin embargo, esa mañana, después de tantos días de sufrimiento, sintió unas ganas incontenibles de escribir, sin saber qué iba a plasmar en el papel.
Se sentó en un sillón. Tomó la pluma. Sumergió la punta en el tintero y como al dictado, sin titubeos puso:
Cuando las almas abandonan los cuerpos hediondos,
emprenden un viaje cósmico finito.
Otra dimensión es su destino,
tan breve, como inmensurable.
En un tiempo,
caen en puñados de acuerdo a su clase,
atraídas por la calidad de su inmateria.
Las más densas,
poco a poco se desprenden,
y ocupan los mundos inferiores,
mientras otras
se despegan del racimo,
hacia otros destinos menos crueles.
Y así, sucesivamente,
cada grupo se acomoda en las estancias
que corresponden a sus merecimientos,
pero sólo las últimas, las más sutiles,
se disuelven en la luz
que las libera del pesar,
eternamente.
Ese misterio que nos da la muerte. Insondable, incomprensible, atemporal desde que el primate se hizo hombre, quedó develado en el papel como sin quererlo.
Lorna releyó lo escrito con asombro.
El único testigo era su gato, que la observaba fijamente.
Ella lo miró y como si le guiñara un ojo, sintió en él aquella mueca cómplice del que cumple el objetivo.
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Vida interior - Juan Carlos Colombo
Juan era un buen tipo, algo bromista, pero muy bien intencionado. Se hacía querer por todo el mundo merced a su amabilidad y distinguida personalidad.
Su proverbial honestidad y bonhomía se ponían de manifiesto en todo momento con familiares y amigos. Solía ser muy solidario con el prójimo y su habitual tolerancia se manifestaba en todos sus actos.
Pero Juan no era feliz, su principal problema era su propio cuerpo. Siempre quiso ser un digno émulo de Adonis, pero su poca agradable figura hacía que Juan viviera acomplejado. Su elevada estatura no era precisamente índice de elegancia. Una prominente giba le daba un aspecto de constante agobio, además, poseía un descollante abdomen, producto de una mala alimentación. Su compulsión por ingerir cualquier tipo de comidas hacía que su salud se fuera deteriorando cada vez más.
Sin embargo, Juan había sabido rodearse de muy buenos amigos, quienes le demostraban a cada momento su incondicional aprecio. A ninguno de ellos le importaba su aspecto físico, si no que siempre le ponderaban su belleza interior.
Juan era Juan, así tal cual como lo había hecho Dios, aunque él no estaba nada conforme con su estructura somática.
Sentía una gran admiración, no sin un dejo de envidia, por quienes realizaban sacrificados ejercicios físicos para poder lograr un cuerpo perfecto. Se solazaba mirando a aquellos deportistas de figura estilizada que pasaban a su lado corriendo, rebosando salud.
Pero Juan siempre había tenido costumbres sedentarias, y la índole de su trabajo conspiraba en contra de su calidad de vida.
Nunca había probado un cigarrillo, pero en el reducido ámbito de su oficina, obligadamente debía aspirar el humo que otros desechaban con total falta de escrúpulos, envenenando el poco aire respirable del lugar. Sin embargo, nunca protestaba, ni renegaba del vicio de los demás.
Las penurias parecían resbalarle, porque él estaba munido de una belleza interior que lo había dotado de una filosofía que hacía más llevaderas todas las contingencias desfavorables.
El poco tiempo libre del cual disponía, lo dedicaba con ferviente devoción a su familia y sus consecuencias, no siempre felices.
Aparentemente, los días de Juan tenían mucho en común si se los comparaba con los de otras personas. Pero él consideraba que su existencia era distinta. Creía que su vida interior se había desarrollado de una forma muy superior al resto de la gente, aunque su humildad no permitía manifestarla. Evidentemente existía un motivo que despertaba en los demás una insoslayable admiración por su alter ego, si no ¿Cómo se explicaba que todos, familiares, amigos, vecinos y quienes de una forma u otra, hubieran tenido algún tipo de relación con él, invariablemente terminaban ensalzando su vida interior? Era evidente que algo habían vislumbrado y él lo iba a descubrir. Dedicando tiempo y paciencia, en algún momento se iba a develar el misterio. Tal vez no podía mostrarse hermoso y esbelto como hubiera querido, pero tenía la belleza dentro de sí, pletórica de energía, vehemencia, ímpetu, con más fuerza de la que mostraban esos atletas que pasaban a su lado trotando raudamente, luciendo sus cuerpos bien torneados y brillosos por el sudor.
Una idea comenzó a revolotear en la mente de Juan, de tal manera que en su cerebro se gestaron todo tipo de teorías.
Supuestamente, en algún recóndito y poco usado lugar de su masa encefálica iban a generarse las órdenes que su cuerpo recibiría.
Fue así que Juan comenzó a desechar las opciones más descabelladas y prácticamente no encontró ninguna, por tal motivo, creyó que el círculo estaba cerrado. Si su cerebro podía dominar al cuerpo, seguramente, su vida cambiaría ostensiblemente.
Todos iban a admirar a ojos vista lo que tantas veces habían ponderado. Pero eso sí, tendría que establecer un plan y éste no permitiría el más mínimo error.
Juan se tomó su tiempo, además, tuvo la prevención de no comentar su idea. Nadie, ni siquiera sus familiares, conocían el proyecto que tenía in mente.
Ese domingo se levantó muy temprano, su esposa y sus hijos dormían.
Se cebó unos mates, engulló algunos bizcochos y extrañamente esperanzado, se dirigió al galponcito donde guardaba sus herramientas.
Dio mentalmente un último repaso a su plan que tan meticulosamente había trazado. Su cerebro dominaría al cuerpo, éste recibiría las órdenes impartidas lo cual le proporcionaría una insensibilidad total, como si se encontrara en un quirófano a punto de ser intervenido.
Cuando abrió la puerta del galpón, un destello de las primeras luces del día se coló haciendo relumbrar la sierra circular que se hallaba montada en una pesada mesa de quebracho.
Con total parsimonia, como para poner una nota de suspenso a la situación, Juan acomodó unas herramientas que se hallaban dispersas sobre la mesa; luego se acostó de bruces sobre ella. Al hacerlo, sintió un ligero temor que se disipó casi de inmediato. Fue como una señal largamente esperada. Juan no titubeó y oprimió el botón que ponía en funcionamiento la sierra.
Cuando su esposa y sus hijos se hicieron presentes en el lugar, hallaron su cuerpo exánime, en medio de un espantoso charco de sangre.
Atraídos por los gritos desgarradores de la mujer, concurrieron al lugar prestamente algunos vecinos, quienes pudieron observar horrorizados ese interior de Juan que tantas veces habían ponderado.
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Contacto: normamainero@gmail.com - colombo.juancarlos@yahoo.com.ar
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